Rafael Urista de Hoyos / Cronista e Historiador
Nace el 24 de marzo de 1829 en la Villa del Espíritu Santo, en el entonces Estado Mexicano de Texas que junto con el Estado de Coahuila formaban la entidad llamada “Coahuiltexas”. Hijo del capitán Miguel Zaragoza y de la señora María de Jesús Seguín. Cursó sus primeros estudios en la población de Matamoros, Tamaulipas, después ingresó al Seminario de Monterrey y finalmente se dedicó al comercio.
En 1853 se adhirió a la Revolución de Ayutla comandada por los generales Juan Álvarez e Ignacio Comonfort en contra de la dictadura de su “Alteza Serenísima” general Antonio López de Santa Anna, participando en la toma de Saltillo y la defensa de la ciudad de Monterrey al frente de la Guardia Nacional de esa población.
El 23 de julio de 1855 fue ascendido al grado de capitán por méritos en campaña. A los 26 años llegó al grado de coronel y el 28 de febrero de 1859, después de haber tomado la laza de Guanajuato, recibió su ascenso a general de brigada. Asistió como general a la batalla de Calpulalpan que dio fin a la guerra de Reforma. En abril de 1861, a los 32 años de edad, ocupó el puesto de Ministro de Guerra en gabinete del Presidente Don Benito Juárez. Tomó parte en la batalla de Acultzingo y fue nombrado Comandante en Jefe del Ejército de Oriente (marzo de 1862). Defendió la ciudad de Puebla y obtuvo la victoria contra los invasores franceses el 5 de mayo de 1862.
En diciembre de 1857 el presidente de la república, general don Ignacio Comonfort, se dio a sí mismo un golpe de estado. La Constitución hecha en febrero por los liberales contenía reformas tan radicales y extremas que a don Ignacio, que era liberal el mismo, le resultó imposible aplicarla.
Zaragoza fue de los que defendieron la Constitución y su vigencia. Al hacerlo se encaminó hacía la inmortalidad que luego ganaría. Se encontraba en la ciudad de México cuando se produjo el golpe de Comonfort. El 17 de enero de 1858 hubo una acción de armas en Santo Domingo y al frente de sus rifleros pudo Zaragoza aniquilar la contienda. Desde ese día los jefes liberales más notables pusieron los ojos en él.
De regreso al norte militó Zaragoza a las órdenes de don Santiago Vidaurri. Cuando José Silvestre Arramberri fue designado gobernador de Nuevo León en sustitución de Vidaurri, Zaragoza ocupo la ciudad de Monterrey ya distanciado de Vidaurri. Cuando éste regresó a Monterrey se retiró al sur donde desempeñó un papel muy importante en la continua guerra entre liberales y conservadores.
En mayo de 1860 ocupó la ciudad de Guadalajara y la defendió cuando las fuerzas conservadoras de Miguel Miramón la atacaron y aunque enfrentaron bravamente al general Miramón por varios días, al final Zaragoza tuvo que retirarse y dejar la plaza. Sin embargo, tiempo después y en compañía con el general Jesús González Ortega, enfrentó nuevamente al general Miramón en Silao, Guanajuato, y después de tres horas de violentísimos combates consiguieron por fin vencerlo. En noviembre de ese año de 1860 Zaragoza triunfo sobre el general conservador Leonardo Márquez, con lo que afirmó la victoria de los liberales, que ocuparon nuevamente la capital de la República.
En abril de 1861 don Benito Juárez lo llama para ocupar el importante cargo de ministro de guerra en su gabinete. Durante el tiempo que desempeño dicho ministerio, poco menos de un año, mostró prudencia, aplomo y oportunidad en sus disposiciones y un celo infatigable en el cumplimiento de sus deberes. Sin embargo, no eran para él los trabajos administrativos ya que según sus propias palabras “en una oficina se ahogaba” y para el mes de diciembre dejó la cartera ministerial y regresó nuevamente a los campos de batalla.
Cuando don Benito Juárez asentó su gobierno en la capital de la República, desconoció los tratados celebrados a nombre de México por los conservadores, puesto que habían sido celebrados por un gobierno ilegítimo. Esta acción, aunque apegada al derecho de gentes, junto con la suspensión de pagos de la deuda externa, fue muy mal recibida en el exterior.
La prensa europea calificaba a México de salvaje e ingobernable y afirmaba que por pura obstinación se negaba a hacer frente a sus obligaciones pecuniarias con sus acreedores. En las cámaras de representantes de España, Francia e Inglaterra se discutía la necesidad de emprender una misión civilizadora para acabar con la supuesta anarquía mexicana. Se comenzaba a construir el ambiente propicio para una intervención.
Así las cosas, en la llamada Convención de Londres firmada por los gobiernos de Francia, Inglaterra y España el 31 de octubre de 1861, se acordó formar una alianza tripartita para enviar tropas a México para presionar al gobierno a pagar lo adeudado. Al conocer la exagerada reacción europea, el gobierno mexicano dio marcha atrás y el 16 de noviembre derogó el decreto del 17 de julio respecto de la moratoria y suspensión temporal de pagos a los tres países. Pera ya era tarde, en diciembre de 1861 y enero de 1862 llegaron a las costas mexicanas las escuadras de las tres naciones europeas.
Con la presencia de tropas extranjeras en México, en febrero de 1862 el gobierno de Juárez se jugó su última carta: logró que los representantes de las tres naciones se reunieran en el poblado de “La Soledad”, Veracruz, con el ministro de Relaciones Exteriores, don Manuel Doblado, para negociar, De las conversaciones surgieron los Tratados de La Soledad en los cuales Inglaterra, España y Francia reconocían el gobierno legítimo de Juárez y acordaron que no amenazarían la independencia nacional o la integridad territorial, y que el asunto de las deudas sería resuelto por medio de tratados y por las vías diplomáticas.
Parecía un triunfo para México, pero pocos días después los representantes franceses sacaron el cobre desenmascarándose y mostrando sus verdaderas intenciones: desconocieron el acuerdo, rompieron la alianza con España e Inglaterra, y apoyados por las pocas fuerzas conservadoras que aún quedaban, movilizaron sus tropas hacia el centro del país, no obstante que de los tres países, la deuda con Francia era la menor, alcanzaba casi los tres millones de pesos, mientras que con España era de 9.5 millones y con Inglaterra, la mayor, alcanzaba los 70 millones.
El general Zaragoza, como general en jefe del ejército mexicano, se puso al frente de las tropas mexicanas y decidió hacer frente a los invasores en Puebla. La ciudad era un punto estratégico en el avance francés hacia la capital del país; si la plaza caía, el paso a la ciudad de México quedaría franco.
Nadie los sabía entonces, pero el mejor aliado del ejército mexicano era la soberbia francesa. Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, llegó a México en enero de 1862 con refuerzos para la expedición francesa. El 27 de abril asumió el mando del ejército invasor y un día después derrotó a una fracción de las tropas mexicanas en las Cumbres de Acultzingo destacamentadas ahí por Zaragoza con la misión de retrasar lo más posible el avance francés.
El Conde de Lorencez, muy sobrado de soberbia, llegó a las inmediaciones de Puebla envuelto en laureles de victoria, con una experimentada y exitosa carrera militar, engreído y menospreciando a los mexicanos. Tan grande era la soberbia de Lorencez, que en vísperas de lanzar el ataque sobre Puebla escribió al ministro francés señor de Toubonel, lo siguiente: --- “Somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moralidad y elevación de sentimientos, que le ruego anunciarle a su Majestad Imperial, que a partir de este momento y al mando de sus seis mil valientes soldados, ya soy dueño de México” ---.
El 27 de abril salió Lorencez de Orizaba. Días antes había investido a su gran aliado mexicano Juan Nepomuceno Almonte con el carácter de jefe supremo de la República. Avanzaron los franceses. Su destino: la capital del país. Entre ellos y México, sin embargo, estaba una ciudad y un general mexicano. La ciudad era Puebla; el general era Don Ignacio Zaragoza.
Dueños los franceses de Orizaba y aliados de los conservadores, se preparan para avanzar al centro del país. El 28 de abril en su avance el general Lorencez derrota a las tropas mexicanas en las Cumbres de Acultzingo, ordenando el general Ignacio Zaragoza, la concentración de todas sus tropas en la ciudad de Puebla. El 4 de mayo, el general liberal Tomás O”Horan derrota en Atlixco al general conservador Leonardo Márquez quien se dirigía a unirse a las tropas invasoras.
Dejaremos ahora que sea el propio general Ignacio Zaragoza quien nos relate la gran epopeya mexicana del día 5 de mayo de 1862 en su parte de guerra rendido al ministro de la guerra del gobierno juarista:
“Después de mi movimiento retrógrado que emprendí desde las Cumbres de Acultzingo, llegué a esta ciudad el día 3 del presente. El enemigo me seguía a distancia de una jornada pequeña, y habiendo dejado en la retaguardia de aquel la 2ª brigada de caballería, compuesta por poco más de trescientos hombres, para que en lo posible lo hostilizara, me sitúe como llevo dicho en Puebla. En el acto di mis órdenes para poner en un estado regular de defensa los fuertes de Loreto y Guadalupe, haciendo activar la fortificación de la plaza que hasta entonces estaba descuidada.
Al amanecer del día 4 ordené al distinguido general C. Miguel Negrete que con la 2ª división a su mando, compuesta por 1,200 hombres, lista para combatir, ocupara los expresados cerros de Loreto y Guadalupe, los cuales fueron artillados con dos baterías de batalla y montaña.
El mismo día 4 hice formar de las brigadas Berriozábal, Díaz y Lamadrid tres columnas de ataque, compuestas: la primera, de 1082 hombres, la segunda de mil, y la última de 1,020, toda infantería, y además una columna de caballería con 550 caballos que mandaba el Ciudadano General Antonio Álvarez, designando para su dotación una batería de batalla. Estas fuerzas estuvieron formadas en la Plaza de San José, hasta las doce del día, a cuya hora se acuartelaron. El enemigo pernoctó en Amozoc.
A las cinco de la mañana del memorable 5 de mayo, aquellas fuerzas marchaban a la línea de batalla que había yo determinado. Ordené entonces al Ciudadano comandante general de artillería, coronel Zeferino Rodríguez, que la artillería sobrante la colocara en la fortificación de la plaza, poniéndola a disposición del Ciudadano Comandante Militar del Estado, General Santiago Tapia.
A las diez de la mañana se avistó el enemigo, y después del tiempo muy preciso para acampar desprendió sus columnas de ataque, una hacia el cerro de Guadalupe, compuesta como de 4,000 hombres con dos baterías, y otra pequeña de 1,000, amagando nuestro frente. Este ataque, que no había previsto, aunque conocía la audacia del ejército francés, me hizo cambiar mi plan de maniobras y formar el de defensa, mandando en consecuencia que la brigada Berriozábal, a paso veloz, reforzara a Loreto y Guadalupe, y que el cuerpo Carabineros de á caballo, fuera a ocupar la izquierda de aquellos para que cargara en el momento oportuno.
Poco después mandé al batallón Reforma de la brigada Lamadrid para auxiliar los cerros que a cada momento se comprometían más en su resistencia. Al batallón de zapadores de la misma brigada le ordené marchase a ocupar un barrio que está casi a la falda del cerro y llegó tan oportunamente, que evitó la subida a una columna que por allí se dirigía al mismo cerro trabando combates casi personales. Tres cargas bruscas ejecutaron los franceses y en las tres fueron rechazados con valor y dignidad; la caballería situada a la izquierda de Loreto, aprovechando la primera oportunidad, cargó bizarramente, lo que les evitó reorganizarse para nueva carga. Cuando el combate del cerro estaba más empeñado, tenía lugar otro no menos reñido en la llanura de la derecha que formaba mi frente.
El Ciudadano General Díaz con dos cuerpos de su brigada, uno de la de Lamadrid, con dos piezas de batalla y el resto de la de Álvarez, contuvieron y rechazaron a la columna enemiga, que también con arrojo marchaba contra nuestras posiciones; ella se replegó hasta la hacienda de San José Rentería, donde también lo habían verificado los rechazados del cerro, que ya de nuevo organizados se preparaban únicamente a defenderse, pues hasta habían claraboyado las fincas; pero yo no podía atacarlos, porque derrotados como estaban, tenían más fuerza numérica que la mia; por tanto mandé hacer alto al Ciudadano General Díaz que con empeño y bizarría los persiguió, y me limité a conservar una posición amenazante. Ambas fuerzas beligerantes estuvieron a la vista hasta la siete de la noche que emprendieron los contrarios su retirada hacia su campamento de la hacienda de Los Álamos, verificándolo poco después la nuestra a sus líneas.
La noche se pasó en levantar el campo, del cual se recogieron muchos muertos y heridos del enemigo, y cuya operación duró todo el día siguiente, y aunque no puedo decir el número exacto de pérdidas de aquel, si aseguro que pasó de mil hombres entre muertos y heridos y ocho o diez prisioneros.
Por lo demás me parece recomendar a usted, señor ministro, el comportamiento de mis valientes compañeros: el hecho glorioso que acaba de tener lugar patentiza su brío y por si sólo los recomienda. El ejército francés se ha batido con mucha bizarría, pero su General en jefe se ha portado con torpeza en su ataque.
Las armas nacionales , Ciudadano Ministro, se han cubierto de gloria y por ello felicito al primer Magistrado de la República por el digno conducto de usted, en el concepto de que puedo afirmar con orgullo que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo el Ejército mexicano, durante la larga lucha que sostuvo.
Al rendir el parte de la gloriosa jornada del día 5 de mayo de este mes, adjunto el expediente respectivo en que constan los pormenores y detalles expresados por los jefes que a ella concurrieron.
Libertad y Reforma. Cuartel general en Puebla a 9 de mayo de 1862.
El 1º de septiembre de 1862 de vuelta en su cuartel general de El Palmar, el general Zaragoza empezó a mostrar fiebre muy alta, luego de haber padecido un intenso chubasco, su medico le recomendó marchar a Puebla para alejarse del mal tiempo, recibir los cuidados necesarios y, sobre todo, tomar un descanso.
Era sorprendente que su cuerpo no se hubiese quebrado antes, dada la tremenda tensión a la que había estado sometido desde principios de año: la agonía y muerte de su esposa en enero; su nombramiento como Jefe del Ejército de Oriente; la tragedia en San Andrés Chalchicomula, en marzo, cuando el estallido de un polvorín acabó con la vida de cientos de hombres; el triunfo sobre los franceses en mayo y la fallida campaña en Orizaba. Todo actuaba en contra de su salud.
Unas semanas antes de caer enfermo, a mediados de julio de 1862, Zaragoza recibió la visita de su madre y de su “chiquita”, su hija que había quedado bajo su cuidado luego de la muerte de su esposa. Tan precaria era su situación económica que el general sólo pudo proporcionarle cien pesos ---suficientes para su manutención de tres días--- y solicitó a un amigo le proporcionara doscientos pesos más. Fue la última vez que vio a su pequeña.
El General Ignacio Zaragoza falleció el 8 de septiembre de 1862, víctima de tifo. Su muerte cayó como una loza sobre la moral del ejército mexicano. Lo que no habían podido hacer las armas invasoras lo logró una enfermedad en aquel entonces incurable. Con su muerte también se desvaneció la posibilidad de enfrentar a los invasores antes que le llegaran sus refuerzos. Se abrió entonces un compás de espera que concluyó el 6 de marzo de 1863, cuando el ejército invasor regresó a Puebla--- ya para entonces los invasores llegaban a 33,000 hombres--- para iniciar el sitio que concluyó con la capitulación de la ciudad y el inicio formal de la intervención francesa.
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