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FORJADORES DE MÉXICO: GENERAL MIGUEL MIRAMÓN, EL SÉPTIMO NIÑO HÉROE



Rafael Urista de Hoyos / Cronista e Historiador

 

  El General de División Miguel Miramón nació en la ciudad de México un 29 de septiembre de 1831.  Fue condiscípulo de los llamados “niños héroes” y habiendo ingresado al Colegio Militar en 1846 y sólo unos meses después se encontró ---tenía entonces 16 años--- combatiendo a los invasores angloamericanos en la batalla del Molino del Rey el 8 de septiembre de 1847 y el día 13 en la defensa del Castillo de Chapultepec, donde fue tomado prisionero con una herida en el rostro.

  “niño héroe” sobreviviente ---y desconocido---, no tardo en distinguirse por su valor, energía e inteligencia militar.  Egresado de un colegio de elite, su camino ideológico estaba escrito: engrosaría las filas del partido conservador.

  Con las armas en la mano, desde 1856 Miramón se opuso a las medidas liberales tomadas por los presidentes Juan Álvarez e Ignacio Comonfort.  Dos años después, la Guerra de Reforma se presentó como el escenario propicio para demostrar sus dotes bélicas.  El fallecimiento del general Luis G. Osollo, el mejor general conservador, lo convirtió en el amo y señor de los ejércitos conservadores.

  En diciembre de 1858, en plena Guerra de Reforma, una revolución al interior de su propio partido conservador le otorgó La Presidencia de la República.  Gobernó al país durante la Guerra de Reforma y prácticamente desde el campo de batalla, Era la mejor espada del partido conservador y aún del partido liberal y tenía 27 años cuando asumió la presidencia ---el presidente más joven en la historia de México--- apoyado por los conservadores que combatían al gobierno liberal de Benito Juárez.

  Su capacidad militar y honestidad equilibraron su falta de experiencia en la administración pública.  Aunque conservador, estaba lejos de las posiciones radicales de los miembros de su partido e incluso muchas de sus ideas podían tomarse como las mismas del partido juarista.  A su juicio los males del país se encontraban en la administración, de ahí que el cuidado de la Hacienda pública, la aplicación expedita de la justicia, el ingreso nacional, el bienestar individual y la educación fueron los principios de su gobierno.  No contempló, sin embargo, el problema de fondo:  limitar el poder político de la iglesia y menos aún la posibilidad de poner en circulación las propiedades del clero en beneficio de la economía nacional.

  Continuó su lucha contra el gobierno de Juárez establecido en Veracruz, pero Santos Degollado no le permitió llegar al puerto.  Durante su gobierno la economía iba rumbo a la bancarrota.  Logró vencer a los liberales en la Estancia de las Vacas en 1859 y trato nuevamente de sitiar a Juárez en Veracruz, más no logró su cometido por el apoyo que ofrecieron a Juárez los buques angloamericanos en “Antón Lizardo”, deteniendo dos naves conservadoras que iban a atacar por mar.

  La guerra le impidió llevar a la práctica su proyecto de gobierno y la desesperada situación el ejército conservador lo condujo a cometer un error que a la larga sirvió de pretexto para la primera invasión francesa:  recibió de la Casa Jecker un préstamo por un millón de pesos, que luego el prestamista le exigió el pago de quince millones para saldar la deuda en vista de lo cual Miramón finalmente no pagó un solo centavo. Era un hombre hecho para las armas no para la política.  No había sonado todavía la hora de la reconstrucción, seguían hablando las bayonetas.

  En 1860 el conflicto bélico se encontraba en su tercer año y súbitamente el clero retiró su apoyo económico al presidente conservador.  Las derrotas no tardaron en aparecer.  Con el apoyo nada despreciable de los Estados Unidos, el liberalismo marchaba triunfante hacia la capital de la República.  Fue derrotado por el general liberal Jesús González Ortega en San Miguel Calpulalpan, Estado de México, el 22 de diciembre de 1860.  El resultado de esa batalla marcó el fin de la Guerra de Reforma y marcó la desintegración del ejército conservador.  Don Miguel dejó la presidencia y junto con su esposa partió rumbo a Europa.  A los 29 años iniciaba el declive de su carrera militar.

En julio de 1863, no sin ciertas dudas, regresó a México y ofreció sus servicios al imperio.  Tratado con desdén por los oficiales franceses y ante la incomodidad que su carisma y su popularidad provocaron en Maximiliano, aceptó una absurda comisión de marchar a Berlín, Alemania, a estudiar tácticas militares.  Era prácticamente otro exilio.  Fue la etapa más triste de su vida.  Humillado en lo más profundo de su ser, alejado de la patria y sufriendo penurias económicas, fue víctima de la desesperación.  Intentó, incluso, acercarse a Juárez y otorgar su experiencia militar a la causa de la República.  Don Benito no se tomó la molestia de responder, era demasiado su resentimiento.

  Volvió a México en 1866, cuando los franceses habían anunciado su retirada de México y Maximiliano abandonado por sus aliados extranjeros, no tuvo más remedio que depositar su confianza en el partido conservador, al que tiempo atrás había desdeñado.

  El general sabía que la situación del imperio era irremediable pero la carrera de las armas era su vida.  Más cercano a la patria que a su familia, la guerra le devolvió el ánimo y con nuevos bríos se batió como en sus mejores tiempos.  En los primeros meses de 1867, en un furioso ataque sobre Zacatecas, Miramón estuvo a escasos metros de capturar a Juárez ---su acérrimo enemigo---, pero una vez más la suerte salvó a Juárez y la ilusión del triunfo se tornó en amarga derrota.

  En la defensa de Querétaro selló su destino.  Tras un largo sitio de 62 días, el 15 de mayo de 1867 la vieja ciudad colonial cayó en manos de la República.  Un mes después, un consejo de guerra lo sentenció a morir fusilado junto con Maximiliano y el noble e indómito general indio Tomás Mejía.  En el Cerro de las Campanas las balas de un pelotón cegaron su vida el 19 de junio de 1967.

  Su cadáver fue trasladado a México y sepultado en el panteón de San Fernando, y cuando Don Benito Juárez, 5 años más tarde, fue sepultado en el mismo panteón e incluso, por azahar del destino, junto a la tumba de Miramón, su viuda, doña Concepción Lombardo, lo hizo trasladar a la Catedral de Puebla pues era una aberración que descansara junto a la tumba de su más acérrimo enemigo.

Junto al paredón de fusilamiento el General Miguel Miramón dijo sus últimas palabras, que bien podrían ser su epitafio:                                               

  “Próximo a perder mi vida  y cuando voy a comparecer en la presencia de Dios, protesto contra la acusación de traidor que se me ha lanzado al rostro para cubrir mi ejecución.  Muero inocente de este crimen, con la esperanza de que Dios me perdonará y que mis compatriotas apartarán de mis hijos tan vil mentir, haciéndome justicia”.   

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